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Chapter 113 - Spin-Off: La Danza Macabra de la Muerte – Parte 1

Año 1347. El norte sangraba.

Las Tierras Desoladas de Valoria, otrora fértiles, se desmoronaban bajo el peso de inviernos interminables, cosechas marchitas y la guerra. Una guerra podrida, heredada de generaciones de odio. Dos casas dominaban este escenario de muerte: los Kaelen, la Casa del Cuervo, y los Vorlag, la Casa del Lobo.

Los cuervos devoraban cadáveres. Los lobos, almas.

La Muerte, sin embargo, los devoraba a todos.

Nadie sabía cuándo apareció. Algunos la describían como una bruja de siglos pasados. Otros, como una diosa exiliada, harta del silencio. Pero siempre era mujer. Hermosa. Terrible. Sus ojos eran pozos sin fondo, su aliento, la escarcha de la tumba. No cabalgaba al frente de ejércitos, no portaba estandartes. Se deslizaba entre los susurros. Era La Muerte

Roca del Cuervo, bastión de los Kaelen, se alzaba sobre precipicios cubiertos de escarcha y huesos. Su señor, el Duque Alaric Kaelen, era hierro forjado por batallas. No sentía compasión. Tampoco la fingía. Bajo su mando, la tierra se volvió ceniza, y los cuerpos colgaban de árboles desnudos como advertencias.

En el este, la niebla no descendía: reinaba. La Duquesa Isolde Vorlag, señora de Las Nieblas Eternas, gobernaba sin levantar la voz. Ella no necesitaba espadas. Tenía veneno. Tenía secretos. Tenía a todos. Quien se acostaba con ella rara vez despertaba. Quien la desafiaba... no lo hacía por segunda vez.

Y entre ambas casas, solo quedaban ruinas.

Un nuevo rumor se alzó entre los lamentos de la guerra. No de victoria. No de paz. Sino de poder.

Un torneo.

No organizado por reyes ni validado por alta nobleza. Sino por la Muerte misma. Una figura vestida de negro, de labios escarlata, había susurrado en los salones de piedra y en las chozas de barro por igual. El premio: los Martillos de Grimfang y las Dagas de Sombra. Armas que no eran forjadas, sino nacidas. Una para aplastar imperios. La otra, para matarlos en silencio.

El Torneo de la Muerte.

Se celebraría en Aethel, una ciudad muerta donde solo quedaban ecos y tierra sedienta.

Y ella observaba.

Theron, hijo de nadie, llegó a Aethel con la mirada vacía y las manos manchadas. Un mercenario sin bandera, sin ley, sin dios. Su armadura era cuero endurecido por sangre seca. Sus armas: dos hachas, viejas pero limpias. Era famoso por no hablar, por no dudar, por no perdonar. Había matado por oro, por venganza, por aburrimiento. Esta vez mataría por algo más: para dejar de ser sombra y convertirse en leyenda.

Aethel hervía con el olor del miedo. Caballeros envueltos en capas de seda. Bestias humanas cubiertas de cicatrices. Campeones de Kaelen con armaduras pesadas y escudos ensangrentados. Espías de Vorlag disfrazados de pordioseros. Todos reunidos en el pozo de la desesperación.

La arena era una fosa ancestral, donde antes colgaban criminales y ahora morirían soldados. No había reglas. Solo un objetivo: sobrevivir.

Theron no desperdició palabras. Solo movimientos. Su primer oponente fue un noble de los Kaelen: alto, fuerte, pero demasiado limpio. Theron le arrancó la cara con el filo de su hacha antes de que pudiera gritar.

Su siguiente combate fue contra una Vorlag: rápida, con tridente y red. El espectáculo. La trampa. Theron no bailó. Esperó. Cortó. Apiló los restos. La red le sirvió para envolver su cena esa noche.

Cada muerte era más violenta que la anterior. Había quienes imploraban por su vida. Otros se reían antes de ser destripados. La sangre manchaba la tierra tanto como el alma de los presentes.

Lara observaba desde lo alto, entre las sombras. No aplaudía. Solo sonreía.

Para la tercera ronda, Theron ya no era un desconocido. Era una advertencia. Un animal suelto. Un demonio con hachas.

A medida que el número de combatientes decrecía, las peleas dejaban de ser duelos. Eran masacres. Algunos se arrojaban sobre los otros con desesperación. Otros se cortaban la garganta antes de luchar. Nadie quería enfrentar a Theron.

Pero él no buscaba gloria. Ni siquiera poder. Solo deseaba una cosa: ser el último en pie.

Y la Muerte ya empezaba a susurrarle su nombre con cariño.

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