El viaje hacia el punto de extracción —un aeródromo olvidado por el tiempo, sepultado bajo la escarcha del sur siberiano— se convirtió en un desfile extraño de silencios contemplativos, tensiones contenidas y, en ocasiones, una inesperada camaradería.
Arkadi, ahora capacitado para comunicarse sin barreras gracias al microchip implantado, era… peculiar. Oscilaba entre lo lúgubre y lo cínico. Su humor era una mezcla entre reflexiones crudas sobre la muerte y sarcasmo teñido de locura, tan impredecible como la nieve que caía sin aviso sobre sus hombros harapientos.
Mientras los tres caminaban por un bosque congelado que parecía extenderse sin fin, Volkhov rompió el silencio con una de esas preguntas que solo él se atrevía a pronunciar sin rodeos:
—Arkadi —dijo, con voz firme mientras pisaba la nieve crujiente—. Con toda esa magia... ¿no hay algo que puedas hacer con la edad? ¿Revertirla, quizá?
Arkadi se detuvo. La nieve se acumulaba sobre su capucha, y su único ojo blanco centelleó como una estrella helada en medio del gris.
—Ah... La obsesión con la juventud —murmuró, arrastrando las palabras como si saboreara veneno antiguo—. ¿Crees que la edad es un mal que hay que erradicar? Qué arrogante. La vejez es el precio por haber sobrevivido a un mundo que quiere verte muerto.
Volkhov arqueó una ceja. —Solo preguntaba. Sería útil quitarse unas décadas cuando las balas empiecen a llover.
Aiko, caminando a su lado, soltó una risa contenida. —Te ves bien, Volkhov. Como un leñador que se olvidó de afeitarse por diez años.
—Hilarante —gruñó él, aunque sin ocultar la sonrisa que se le escapaba.
Arkadi los observaba con una mezcla de fastidio y fascinación.
—Si pudiera volver a tener veinte años, no lo haría. A esa edad, aún creía que el mundo podía cambiarse con buenas intenciones y un poco de poder. Ahora sé que el poder solo atrae más dolor.
Horas después, bajo un abrigo improvisado de ramas secas y una lona vieja, Aiko aprovechó un momento de descanso para volver a abrir la conversación.
—A veces nos llamas "hijos del fuego"… pero también dijiste "hijos del sol". ¿Cuál es la diferencia?
Arkadi permaneció en silencio, sus dedos huesudos extendidos frente al fuego, como si intentara conversar con las llamas.
—El fuego quema. Purifica. Destruye y crea. Es furia y renacimiento. Ustedes tienen eso. Pero el sol… el sol guía. Es constante, implacable en su ciclo, necesario incluso cuando te quema. Ryuusei es eso: luz que no puede apagarse sin arrastrar al mundo con él.
Volkhov dejó de limpiar su rifle. Lo miró con sospecha.
—¿Entonces lo respetas?
—Lo temo —respondió Arkadi sin dudar—. Porque todo lo que brilla así, inevitablemente cae… Y arrastra a los que están demasiado cerca.
Durante la noche, mientras las ráfagas de nieve silbaban como cuchillas invisibles, Arkadi narró una historia. Una vieja anécdota sobre cómo enfrentó a un espíritu de la taiga y perdió un dedo. Terminó mostrándoles una falange congelada en un frasco.
—¿Por qué la guardas? —preguntó Aiko, horrorizada y divertida.
—Recordatorio. De que la magia siempre cobra su precio —respondió Arkadi, tragando un sorbo de algo que definitivamente no era té.
El día siguiente trajo problemas más tangibles.
Los ladridos rasgaron el silencio como una alarma primitiva.
—Perros —escupió Volkhov. Se detuvo, alzó su arma y escuchó. —Y no son salvajes. Vienen con compañía.
Aiko desenvainó su espada negra, los ojos fijos en las sombras que emergían entre los árboles. No tardaron en aparecer los cazadores: hombres armados, encapuchados, con trajes térmicos militares.
—¡Guardias fronterizos! —gritó Aiko.
—¡Separémonos! —ordenó Volkhov. Su voz era el trueno antes de la tormenta.
Arkadi se quedó atrás. Murmuró un conjuro en un idioma olvidado y levantó los brazos. El suelo crujió. Un muro de hielo emergió entre ellos y los perseguidores, elevándose como dientes congelados.
Pero uno de los soldados logró saltar la barrera justo antes de que se completara. Cayó sobre Aiko con un cuchillo.
No llegó a tocarla.
Aiko giró. Su espada cortó el viento, y luego, el cuello del hombre. La sangre salpicó la nieve, tiñéndola de rojo.
Volkhov disparaba sin pausa, cada bala un testimonio de su precisión letal. Cayó uno. Luego otro. Pero eran demasiados.
—¡Barranco! —gritó Arkadi—. ¡Crúcenlo!
Al llegar al precipicio, Arkadi extendió los brazos. Del suelo brotó un puente de cristal, frágil como el hielo pero lo suficientemente sólido. Cruzaron. Cuando el último de ellos tocó el otro lado, Arkadi hizo un gesto final y el puente estalló, dejando a los soldados atrapados al otro lado.
Tres días después, llegaron al aeródromo.
Era un cementerio de hierro. Torres derruidas. Antiguas pistas cubiertas de hielo. Y en medio de la pista… un helicóptero gris, con aspas inmóviles y ventanas cubiertas de escarcha.
Esperaron.
El cielo rugía, nublado. El viento soplaba como si arrastrara gritos de soldados caídos.
Y entonces lo oyeron.
Las hélices. El rugido que significaba esperanza… o el inicio de otro infierno.
Volkhov se levantó. Ajustó su máscara. Aiko se abrochó el abrigo. Arkadi simplemente sonrió con su mueca torcida.
—Volvamos a la guerra —murmuró el mago—. El descanso terminó.
Y así, rumbo a la siguiente sombra, partieron.