El helicóptero, un viejo Mi-8 de fabricación soviética, rugía sobre el vasto y helado paisaje siberiano, dejando atrás las fronteras de Rusia. Dentro, el ruido de las hélices dificultaba la conversación, pero la tensión palpable de la reciente huida comenzaba a disiparse, reemplazada por una sensación de propósito compartido, aunque aún teñida de incertidumbre.
Arkadi, sentado junto a una de las ventanas empañadas, miraba el paisaje nevado que se desdibujaba debajo. De repente, se giró hacia Aiko y Volkhov, sus ojos brillando con una intensidad peculiar.
—Debemos encontrar a Ryuusei —dijo con urgencia, su voz elevándose por encima del ruido del helicóptero—. Debo contarle lo que he visto.
Aiko, que estaba revisando su equipo, frunció el ceño. —¿Ahora? Apenas hemos salido de Rusia. Todavía tenemos que encontrar a Amber y a Sylvan. Están en continentes diferentes.
—No entiendes —insistió Arkadi, su único ojo blanco centelleando—. He soñado. Un sueño… vívido. Lleno de fuego y sombras. Ryuusei estaba allí, en el centro de todo. Una luz brillante rodeada de una oscuridad voraz. Debo advertirle.
Volkhov, que estaba consultando un mapa digital, levantó la vista. —¿Advertirle de qué exactamente?
—De lo que viene —respondió Arkadi con un tono sombrío—. El velo se está desgarrando. Las sombras se están moviendo. Ryuusei… él es la clave. Pero también es el mayor peligro. Su poder… atrae la atención de cosas que duermen bajo el mundo.
Aiko suspiró. Entendía la urgencia en la voz de Arkadi, pero también era consciente de la logística de su misión. —Lo sé, Arkadi. Pero llegar hasta Ryuusei llevará tiempo. Tenemos que seguir el plan. Primero Amber, luego Sylvan. Después… después podremos reunirnos con él.
Arkadi se encogió de hombros con impaciencia. —El tiempo apremia, niña. Los sueños no esperan.
A pesar de la insistencia de Arkadi, Aiko se mantuvo firme. Sabía que Ryuusei había establecido un plan por una razón, y desviarse tan pronto podría poner en peligro toda la misión.
Con la urgencia profética de Arkadi como telón de fondo, los días que siguieron dentro del helicóptero se convirtieron en una oportunidad inesperada para que Aiko y Volkhov fortalecieran su vínculo. El espacio reducido y el aislamiento forzado los obligaron a interactuar de formas nuevas.
En un momento de calma, mientras Arkadi dormitaba en su asiento, Aiko observó a Volkhov, que estaba absorto en la lectura de un libro desgastado.
—Nunca te había visto leer —comentó con curiosidad.
Volkhov levantó la vista, una leve sorpresa en su rostro. Cerró el libro, mostrando el título: "El Arte de la Guerra".
—Hay mucho que aprender, incluso en los lugares más inesperados —respondió con una media sonrisa.
Aiko se rió suavemente. —Supongo que sí. Siempre te he visto más como el tipo de acción que de palabras.
—Las palabras pueden ser armas tan afiladas como cualquier cuchillo —replicó Volkhov, su mirada encontrándose con la de Aiko—. Solo hay que saber cómo usarlas.
En otra ocasión, mientras compartían una ración de comida fría, Aiko le preguntó a Volkhov sobre su pasado, sobre los años que había pasado en el ejército. Volkhov, generalmente reservado, se sorprendió a sí mismo compartiendo recuerdos, tanto oscuros como humorísticos, de su vida antes de conocer a Ryuusei. Aiko escuchaba atentamente, sus ojos oscuros llenos de una comprensión silenciosa.
Hubo momentos de pura diversión. En un intento por aligerar el ambiente, Aiko comenzó a hacerle bromas a Volkhov, imitándolo y exagerando su habitual gruñido. Para su sorpresa, Volkhov no solo no se molestó, sino que incluso terminó uniéndose a las risas, mostrando un lado más relajado que Aiko rara vez veía.
Incluso Arkadi, a pesar de su preocupación por sus sueños, participó en algunos de estos momentos, aunque a su manera peculiar. En una ocasión, intentó enseñarles un antiguo juego de mesa ruso que involucraba huesos tallados y reglas increíblemente complejas. El resultado fue un caos hilarante, con los tres discutiendo las reglas y riendo a medida que el juego se volvía cada vez más absurdo.
Sin embargo, la tensión nunca desaparecía por completo. El recuerdo de la sangrienta operación de Arkadi y la amenaza constante de enemigos desconocidos siempre estaban presentes, recordándoles la peligrosidad de su misión.
Una noche, mientras sobrevolaban una zona montañosa oscura y desolada, el helicóptero comenzó a temblar violentamente. Las luces parpadearon y el piloto gritó algo ininteligible por el intercomunicador.
Volkhov se puso de pie de inmediato, su rifle en mano. —¿Qué está pasando?
Aiko se aferró a su asiento, con el corazón latiéndole con fuerza. Arkadi, que había estado meditando en silencio, abrió su único ojo blanco, su rostro mostrando una preocupación genuina.
—Hay algo ahí fuera —dijo con un tono grave—. Algo… oscuro.
El helicóptero siguió temblando, perdiendo altitud rápidamente. El piloto luchaba por mantener el control, pero era evidente que algo iba mal.
De repente, un golpe seco sacudió la aeronave, seguido por un sonido metálico chirriante. El helicóptero comenzó a girar fuera de control, precipitándose hacia la oscuridad de las montañas.
—¡Sujétense! —gritó Volkhov, agarrando a Aiko por el brazo.
El impacto fue brutal. El helicóptero se estrelló contra la ladera de una montaña, el metal retorciéndose y crujiendo. La cabina se llenó de humo y el olor acre del combustible.
A pesar del caos y el dolor, Aiko sintió la mano firme de Volkhov apretando su brazo. Abrió los ojos, encontrándose con su mirada preocupada.
—¿Estás bien? —preguntó Volkhov, su voz áspera.
Aiko asintió, sintiendo un dolor punzante en la cabeza. Miró a su alrededor. Arkadi estaba tirado en el suelo, aparentemente inconsciente. El piloto… no se movía.
—Tenemos que salir de aquí —dijo Volkhov con urgencia, intentando abrir la puerta de la cabina, que estaba deformada por el impacto.
Con la ayuda de Aiko, lograron forzar la puerta y salir al exterior. El frío era intenso, y la nieve caía con fuerza. El helicóptero yacía destrozado a pocos metros de ellos, envuelto en humo.
Arkadi comenzó a gemir y abrió su único ojo blanco, mirando a su alrededor con confusión.
—¿Qué… qué ha pasado?
—Nos estrellamos —respondió Volkhov, ayudándolo a levantarse—. Tenemos que alejarnos de aquí antes de que…
No terminó la frase. Un aullido ululante resonó en la oscuridad, mucho más cerca de lo que era natural. No era el aullido de un lobo común. Era más profundo, más… antinatural.
De entre la nieve y las sombras de los árboles emergieron figuras oscuras y retorcidas, con ojos rojos brillantes y garras afiladas. Eran las sombras del vacío, las mismas criaturas que habían atacado a Arkadi en Siberia.
—No puede ser… —murmuró Arkadi, su rostro palideciendo bajo la luz de la luna que se asomaba entre las nubes—. ¿Cómo nos encontraron?
Volkhov levantó su rifle, su rostro sombrío. —No importa cómo. Lo importante es que están aquí. Y quieren algo.
Aiko desenvainó su katana, la hoja oscura brillando con una intensidad amenazante. A pesar del dolor y el shock del accidente, la adrenalina comenzaba a bombear en sus venas.
—Parece que nuestro viaje se ha vuelto un poco más… interesante —dijo Aiko, una sonrisa fría dibujándose en sus labios.
La confianza entre ella y Volkhov, forjada en los momentos de calma y ahora templada por la adversidad, era palpable. Sabían que podían contar el uno con el otro. Y junto a un mago profético y peligroso, se enfrentarían a la oscuridad, sin importar dónde los encontrara.