La cueva ofrecía un refugio ilusorio ante la vastedad helada de Siberia. El fuego, parpadeante y débil, apenas lograba robar calor a las sombras que se acumulaban en las paredes de roca. Las llamas danzaban como almas perdidas, proyectando figuras deformes que parecían susurrar secretos antiguos a quien se atreviera a escucharlos.
Arkadi Rubaskoj estaba sentado en silencio, su túnica raída apenas cubriéndolo del frío. En la penumbra, su silueta delgada parecía la de un espectro atrapado entre mundos. Aiko, sentada frente a él, lo observaba con la desconfianza natural que se reserva a las bombas sin temporizador. Su mirada, sin embargo, no era solo recelo. Había curiosidad, una punzada de respeto… y algo más. Algo que no podía explicar.
Volkhov, cerca del fuego, afilaba su cuchillo sin mirar a nadie. El raspado metálico llenaba la cueva como una cuenta regresiva.
—Dijiste que puedes sentir las vibraciones del tejido mágico —murmuró Aiko al fin, con voz tranquila pero firme—. ¿Qué pasó con los otros como tú? Ryuusei dijo que tu linaje… está casi extinto.
Arkadi no respondió de inmediato. Su ojo blanco seguía fijo en las llamas. Finalmente, habló.
—La magia no se extingue, niña. Solo cambia de forma. Se oculta. Se retuerce. Se adapta a un mundo que la odia… o que la teme.—¿Y tu gente? —interrumpió Volkhov sin levantar la vista.—Mi gente… fue sacrificada —susurró Arkadi con voz amarga—. Por fe. Por ignorancia. Por miedo. Los hombres temen aquello que no pueden controlar. Así ha sido siempre.
El silencio volvió por un momento. Pero esta vez, era un silencio cargado, eléctrico. Como antes de una tormenta.
—Nos cazaron como animales. A mis hermanos los quemaron en piras rituales. A mi madre… la descuartizaron frente a mí. Todo por miedo. Todo por no rezar al dios correcto.
Aiko se removió incómoda, bajando la mirada por un instante. Pero no se echó atrás.
—Tú sobreviviste —dijo en voz baja.
—Sobreviví porque me oculté. Porque me convertí en lo que odiaban —dijo Arkadi con voz ronca—. Un monstruo. Un mago. Una sombra.
Volkhov finalmente levantó la mirada. Su voz fue seca, directa.
—No eres el único que ha matado para seguir respirando.
Una chispa de respeto brilló en el ojo blanco de Arkadi. Por primera vez, asintió con lentitud.
—Entonces… quizás sí tenemos algo en común, francotirador.
Aiko se levantó. Sabía que no podía esperar más. Ryuusei les había dado instrucciones claras: si encontraban a Arkadi y este accedía a escucharlos, debían implantarle la piedra de regeneración y los chips traductores.
Tomó su mochila. De ella sacó una caja metálica con símbolos antiguos grabados por Ryuusei. La abrió frente al fuego, revelando el contenido: dos piedras negras con vetas rojas, casi vivas, y dos microchips del tamaño de una uña.
Arkadi entrecerró el ojo.
—¿Qué… es eso?
—Una segunda oportunidad —dijo Aiko con calma, sacando una de las piedras—. Esto te hará… resistente. Capaz de sobrevivir cosas que normalmente te matarían. Pero duele. Mucho.
—¿Una piedra mágica que se clava en el corazón? Qué romántico —burló Arkadi—. ¿Y el otro objeto?
—Un chip. Un traductor universal. Para que no suenes como un oráculo drogado cada vez que hables.
Volkhov rió por lo bajo. Arkadi gruñó.
—Está bien. Hagan lo que tengan que hacer. Pero si muero… los voy a maldecir desde el más allá.
Aiko sacó su cuchillo. Era pequeño, preciso… y muy, muy afilado.
—Quítate la túnica. Ahora.
Arkadi obedeció. Su torso era una cartografía del dolor: cicatrices antiguas, símbolos arcanos grabados a fuego, marcas que no parecían humanas.
—Justo aquí —dijo Aiko, colocando la mano sobre su pecho, donde latía el corazón.
Con un corte rápido, hundió la hoja en la carne. Arkadi ni siquiera gritó, aunque su cuerpo se tensó con violencia. La sangre brotó, caliente y oscura, salpicando su túnica y a Aiko.
Ella colocó la piedra en la herida. Esta empezó a vibrar, como si se alimentara del dolor. Luego, se hundió lentamente en la carne, fusionándose con su nuevo huésped.
Arkadi se convulsionó, sus venas ennegreciéndose momentáneamente. Una especie de luz líquida pareció recorrer sus órganos, haciéndolo gritar de forma antinatural. Su piel ardía. El aire olía a ozono y carne quemada.
—¡Agh… ¡Esto… esto no es magia! ¡Esto es maldita alquimia infernal!
Volkhov lo sujetó con fuerza mientras Aiko cogía el microchip. Sin perder el ritmo, lo insertó detrás de su oreja con un pequeño dispositivo. Un chasquido seco, seguido por otro espasmo. Arkadi quedó tendido, jadeando como un animal herido.
Después de un minuto eterno, Arkadi se incorporó, sangrante, pero… distinto.
—Siento… todo. Todo es más nítido. Como si antes viviera dormido.
Volkhov lo observaba con atención. Aiko le ofreció un paño para limpiar la sangre, pero Arkadi lo rechazó.
—Que se quede. Me recuerda lo que ahora soy.
Volkhov no se molestó en ocultar su aprobación. —Entonces estamos completos. Pero que quede claro… si intentas traicionarnos, te dispararé entre los ojos. Y eso sí lo vas a sentir, regeneración o no.
Arkadi rió con suavidad, por primera vez con sinceridad. —No temo a la muerte, francotirador. Pero admito… que ustedes dos son más interesantes de lo que pensé.
Aiko, cubierta de salpicaduras, sonrió cansada.
—Bienvenido a la revolución, mago de sangre antigua.
Y así, con el corazón lleno de cicatrices, el alma cosida con piedras negras y un futuro incierto por delante, los hijos del fuego continuaron su marcha por la nieve, uno más en su lucha por alterar el destino del mundo.