Cherreads

Chapter 1 - El principio

Mi nombre es Río Álvarez. Tengo 16 años.

Desde que tengo memoria he vivido en Texas con mi madre, Susana Álvarez. Nunca conocí a mi padre. Mi mamá hablaba muy poco de él, pero cuando lo hacía, se le iluminaban los ojos. Decía que lo conoció años después de terminar la universidad. Para ella, él era su príncipe azul.

Me contaba historias de los entrenamientos de karate que él le narraba. Hablaba de torneos que ganó, de su juventud, de días felices. Pero todo lo bueno se acaba. Un día, mi madre lo encontró con otra mujer en su casa. No lo perdonó. Se fue. A las pocas semanas se enteró de que yo venía en camino. Decidió tenerme y cuidarme sola.

Mi mamá me dio todo lo que necesité. Pero a veces la vida es una mierda, y no importa cuánto intentes ser positivo, siempre se encarga de recordártelo.

Cuando tenía 13 años, a mi madre le diagnosticaron cáncer. Cada día se apagaba un poco más. Yo, con 13 años, tuve que buscar cómo ganar dinero. Pero no es fácil conseguir trabajo a esa edad. Terminé yéndome por el camino ilegal. Durante dos años vendí hierba y otras cosas para pagar medicinas y tratamientos. Pero ella no mejoraba.

A los 15 años la perdí.

La razón por la que peleaba todos los días, la luz en mi vida, se apagó. Ese día fue mi perdición.

Alcancé a despedirme. Antes de irse, me dijo su última voluntad: que buscara a mi padre. Me dio su nombre y una dirección. Johnny Lawrence. Reseda, California. Mi madre quería que lo conociera.

Después de su muerte, dejé todo. Salí del negocio. Solo lo hacía por ella. Sin ella, ya no tenía sentido seguir en eso.

Unos meses después, antes de que el sistema supiera que mi madre había muerto y me metieran en una casa de acogida, compré una moto y unas identificaciones falsas. Me largué a Reseda, California.

El viaje fue largo. Muchas paradas para cargar gasolina, comer algo, estirar las piernas. Algunos paisajes eran hermosos, otros no tanto. Pero llegué Sin pensar en lo que me esperaba.

Ubicación: Reseda, California. Convenience store, 10:00 PM.

Había llegado a una tiendita buscando algo para picar: una Pepsi y unos cacahuates. Justo antes de pagar, vi que un vagabundo discutía con el cajero por una rebanada de pizza vieja.

—Este güey seguro la tiene chiquita —dijo el cajero en español, dirigiéndose a mí y a otro chavo que estaba en la fila.

—Claro, viejo —respondí riéndome.

El otro chavo intentó aguantarse la risa, pero no pudo.

El vagabundo, notando que nos burlábamos de él, se ofendió. El chavo se burló más:

—Él dice que seguro tienes una pistolita —le dijo en inglés, soltando una carcajada.

Al vagabundo no le hizo gracia. Tiró unos billetes en el mostrador, agarró su pedazo de pizza y salió.

—Pinche güey —murmuró el cajero, sacudiendo la cabeza mientras volvía a atendernos.

Yo ya estaba por pagar cuando entró un grupo de tipos: los clásicos "malotes de familia rica". Se fueron directo al refrigerador por cervezas. Justo cuando el chavo de antes estaba por salir, le dijo al cajero:

—Oye, esos güeyes son menores.

Uno del grupo lo escuchó y avisó a los demás. Antes de que pudiera cruzar la puerta, lo sacaron a empujones de la tienda.

Pagué lo mío y salí justo a tiempo para ver cómo uno de esos idiotas le vaciaba algo rosado en la cabeza al chavo, antes de golpearlo y empujarlo contra el cofre de un carro rojo. Fue entonces cuando el vagabundo se levantó, molesto.

—¡Hey! Cuidado con mi carro. Es un clásico —dijo, serio, como si acabara de despertar de otra vida.

—¿Y este pinche vagabundo qué quiere? —dijo uno de los matones.

—Oye, espera, yo lo conozco. Limpiaba mi cisterna la semana pasada —agregó otro, que parecía ser el líder.

—Pues ya huele a mierda otra vez —se burló otro del grupo.

El líder lo empujó y, sin querer, tiró la rebanada de pizza del vagabundo al suelo.

—¿Y qué vas a hacer, viejo? —le dijo con una sonrisa burlona, dándole otro empujón.

No terminó la frase. El tipo reaccionó.

El gringo, dio un paso al frente y, sin avisar, le torció el brazo al líder hasta que se escuchó un crujido. El matón gritó, pero no alcanzó a hacer nada más. Johnny giró sobre su eje y le metió una patada lateral al segundo, directo al estómago. El tipo voló hacia atrás y cayó al suelo con un quejido seco.

El tercero intentó atacarlo por la espalda, pero Johnny se agachó, lo jaló del brazo y lo estrelló contra el vidrio de un coche. Sonó una alarma. El tipo se deslizó al suelo, noqueado.

El primero volvió a cargar con furia, pero Johnny lo esperaba. Le metió un codazo en la mandíbula, lo agarró del cuello de la sudadera y lo tiró al suelo como si no pesara nada.

—¿Ya estuvo? —dijo entre dientes, respirando agitado.

El líder intentó levantarse. Johnny lo miró fijo.

—¿Quieres más? —gruñó.

Los otros seguían en el suelo, maldiciendo y escupiendo sangre.

Yo me quedé congelado. Lo vi todo desde la banqueta, con la Pepsi y los cacahuates en la mano. No sabía si reírme, aplaudir o salir corriendo. El tipo al que todos creían un borracho más, los acababa de poner en su lugar como si nada.

Johnny se giró y me vio.

—¿Qué miras? —dijo, como si no hubiera pasado nada.

—Nada, viejo… buena patada —respondí, todavía impresionado.

—Mierda… enséñeme —dijo el chavo que estaba al lado mío.

Johnny nos miraba cuando, de repente, el líder de los matones se levantó y corrió hacia él para atacarlo por la espalda. Johnny reaccionó a tiempo. Lo sujetó del cuello con fuerza, lo suficiente para que no pudiera respirar bien.

Fue entonces cuando se encendieron las luces rojas y azules de la patrulla. Como si fuera un criminal peligroso, los policías se bajaron y, sin preguntar nada, le rociaron gas pimienta directamente en la cara.

No dejaron que explicara nada. En cuestión de segundos ya lo tenían esposado y metido en la patrulla. Mientras lo subían, vi cómo el líder del grupo le pasaba discretamente unos billetes a uno de los oficiales antes de subirse a su camioneta con sus amigos, como si nada hubiera pasado.

—Vaya mierda, amigo… este lugar sí que es entretenido —dije, volteando a ver al chavo a mi lado—. Soy Río Álvarez, por cierto —agregué, estirando la mano.

—Miguel Díaz. Mucho gusto, amigo. No sabía que peleaba así —dijo Miguel estrechando mi mano, aún sorprendido.

—¿Lo conoces? —pregunté, tomando un trago de Pepsi.

—Sí, vive en el mismo edificio que yo —respondió Miguel, tratando de limpiarse el desastre que le hicieron.

—Dijo que ese auto es suyo, ¿verdad? —le pregunté, rodeando el coche—. Mira nada más, el idiota dejó las llaves puestas —dije mientras abría la puerta.

—Toma, llévatelo a su casa ya que viven en el mismo edificio si lo dejas aquí seguro lo desmantelan —le lancé las llaves.

—Hay un problema —dijo Miguel, algo avergonzado—. No sé conducir.

Me solté riendo.

—Tranquilo, viejo. Ven, te doy unas clases rápidas: este es el freno, este el acelerador, esta palanca es para los cambios… ¿ves esta rueda grande? Se llama volante, dirige las llantas.

Le explicaba como si fuera un examen y él ponía atención como si se jugara la vida en eso.

—¿Entiendes? —pregunté, mirándolo.

—Sí, sí, todo claro… pero, ¿crees que puedas ir detrás de mí por si pasa algo?

—Descuida, amigo. Te acompaño. Yo iré al lado tuyo —respondí, señalando mi Ducati negra con detalles dorados y faros azules.

—Antes de irnos… ten —le dije, sacando un billete de diez—. Ve a comprarle lo que te tiraron esos idiotas.

—Gracias, amigo —dijo Miguel, corriendo a la tienda.

Después de unos minutos, ya estaba listo para arrancar.

Ubicación: Complejo de apartamentos, Reseda, California. 11:20 PM.

La moto rugía mientras seguía de cerca el auto de Johnny. Miguel manejaba con los hombros tensos, pegado al volante como si estuviera piloteando un avión. Daba vueltas lentas, frenaba demasiado en cada esquina. Aun así, logró llevarlo sin chocar.

Entramos al estacionamiento del complejo. El lugar olía a humedad, cigarro barato y aceite viejo. Era uno de esos edificios que parece que va a colapsar pero aguanta por puro orgullo. Parcheado, descuidado, pero vivo.

Miguel se estacionó torpemente y apagó el motor. Bajó con una sonrisa nerviosa.

—¡No maté a nadie! —dijo, levantando los brazos como si hubiera ganado una carrera.

—Felicidades, piloto —le respondí bajándome de la Ducati—. No lo hiciste mal para ser tu primera vez. Casi te pasas dos semáforos, pero bueno...

—Casi no cuenta, ¿no?

—En la calle sí cuenta, amigo —le dije riendo.

Caminamos hacia la entrada del edificio. Yo ya me estaba por ir, pero Miguel me puso una mano en el hombro.

—¿Quieres subir un rato? Mi yaya hizo chocolate caliente —dijo con una sonrisa.

—¿Qué es una yaya? —pregunté, algo confundido.

—Mi abuela. Así le digo desde niño —respondió mientras subíamos las escaleras hacia su apartamento.

Justo antes de entrar, Miguel se detuvo y me miró serio.

—Oye, amigo… solo te pido un favor. No le digas a mi mamá lo que pasó en la tienda. No quiero que se preocupe.

—Claro, no hay problema —dije mientras me quitaba los guantes de moto.

Miguel abrió la puerta. El departamento olía a comida caliente y canela. Se sentía cálido, como un hogar de verdad. Había música suave de fondo, una luz cálida saliendo de la cocina, y una sensación de calma que me golpeó sin aviso.

—¿Miguel? —se escuchó una voz femenina desde la cocina—. ¿eres tu?

—si, vine con un amigo —respondió él.

Una mujer joven salió de la cocina secándose las manos. Tenía el cabello recogido, mirada amable pero alerta.

—Hola, soy Carmen, la mamá de Miguel —dijo con una sonrisa.

—Mucho gusto, señora. Soy Río… Río Álvarez.

—¿Ya cenaste, Río?

—No, señora.

—Entonces siéntate. A los amigos de mi hijo no se les deja con hambre —dijo mientras servía un plato de enchiladas.

Me senté algo incómodo, pero agradecido. En la sala, una señora mayor estaba frente al televisor, viendo una novela con el volumen al máximo. Tenía una botella de Pepto-Bismol en la mano y una cobija floreada en las piernas.

—¡Yaya, bájale un poquito! Tenemos visita —le gritó Miguel.

—bien bien le bajo descuida cariño —respondió sin apartar la vista de la pantalla.

Carmen me puso el plato frente a mí, con un vaso de agua.

—Come tranquilo, estás en tu casa —dijo con esa voz que te hace sentir bien sin necesidad de muchas palabras.

Yo asentí, sin saber qué decir. Después de tanto tiempo sobreviviendo solo, La cena estuvo buena. Caliente, casera, real. Hacía meses que no comía así. Carmen no dejó que me parara sin repetir, y la yaya, sin mirarme, me ofreció pan dulce como si ya fuera parte del inventario de la casa. Miguel y yo hablamos de cosas sencillas: música, películas, cómo era Texas, cómo era Reseda. Nada profundo, pero se sentía bien.

Por un rato, el mundo afuera no existía.

Pero sabía que no podía quedarme mucho más.

Me puse de pie mientras Carmen lavaba los platos y la yaya se quedaba medio dormida frente al televisor. Miguel me acompañó hasta la puerta.

—¿Y ahora qué vas a hacer? —me preguntó.

—Buscar un motel por acá cerca. Con suerte uno donde no me roben la moto mientras duermo —le dije, medio en broma, medio en serio.

—¿No tienes dónde quedarte?

—Por ahora no. Pero estoy acostumbrado, tranquilo.

Miguel dudó por un segundo, como si quisiera ofrecer algo, pero se contuvo.

—Bueno… si necesitas algo, ya sabes dónde vivo —dijo al final.

Le di un apretón de manos, firme.

—Gracias por todo, en serio.

—¿Seguro que no quieres más chocolate? —gritó la yaya desde la sala, sin voltear.

Sonreí.

—Estoy bien, señora. Gracias. Buenas noches.

Salí del edificio, me puse los guantes de nuevo, subí a la Ducati y arranqué. El aire de la noche me golpeó en la cara. Las luces de Reseda eran sucias y apagadas, pero al menos ya no me parecían tan desconocidas.

No sabía qué iba a pasar mañana.

Pero al menos, esta noche, no habia sido tan mala.

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