Cherreads

Chapter 3 - 3

Una semana después…

Había pasado una semana desde que Miguel me habló del dojo. Ese día, por fin decidimos ir. El lugar estaba en una plaza vieja, medio abandonada, con más locales cerrados que abiertos. Mientras entrábamos al estacionamiento, vimos el letrero: Cobra Kai, letras rojas intensas y una cobra enrollada en actitud amenazante. Clásico.

Apenas entramos al local, lo primero que notamos fue lo que estaba escrito en la pared, enorme, en negro:

Strike First. Strike Hard. No Mercy.

—Eso es un buen lema —le dije a Miguel, señalando la pared.

—¡A ver, señoritas! ¡Los dos al frente! —gritó Johnny desde el centro del dojo.

Nos formamos frente a él. Mientras lo hacíamos, miré a mi alrededor. El lugar necesitaba mejoras, sí. Luces parpadeando, ventilación deficiente, y un baño que ni siquiera tenía puerta. Pero los primeros pasos ya estaban hechos.

Johnny me vio distraído y, sin aviso, intentó derribarme.

Pero reaccioné por instinto. Me giré rápido y, sin pensar, le lancé un golpe directo a la cara.

¡Paf!

Le di justo en la nariz.

—¡Ah, mierda! Lo siento, viejo… me tomaste por sorpresa —dije mientras lo veía sobarse la nariz. Miguel trataba de no reírse, pero no pudo contener una carcajada.

Johnny, con cara de pocos amigos, se giró y derribó a Miguel de la nada, sacándole el aire.

—Bien. Con eso ya sé más o menos en qué nivel están —dijo Johnny, volviendo al centro.

—Ay… me sacó el aire, sensei —dijo Miguel desde el piso, mientras sacaba su inhalador.

Johnny lo miró confundido.

—¿Qué es esa mierda? ¿Ahora fumas?

Le arrebató el inhalador y lo lanzó contra la pared.

—¡Yo tengo asma! ¡Es de vida o muerte para mí! —respondió Miguel, medio desesperado.

—¡Ya no más! Dejen todas esas debilidades afuera. Aquí no quiero niñerías, ¿entienden los dos?

—¡Sí, sensei! —gritamos al unísono.

—Bien. Miguel, 100 lagartijas. Río, 200 sentadillas. ¡Ahora!

Miguel se tiró al piso dispuesto a empezar, pero al primer intento sus brazos fallaron y se desplomó.

Yo iba por la número diez cuando se escuchó la puerta abrirse.

—¿Tú qué quieres, gordo? ¿Bajar panza y dar unas patadas? —dijo Johnny, sin mirar siquiera, mientras golpeaba el estómago del que acababa de entrar.

—No gracias… Soy el inspector de salubridad. Vengo a revisar si estás listo para abrir el negocio —respondió el tipo, serio, mirando alrededor con una libreta en mano.

—¿Inspector de qué?

—Salubridad. Necesitas mi sello si quieres abrir legalmente. Te dejo esta hoja con los códigos que debes seguir —dijo, entregándole la lista antes de salir.

Johnny lo miró irse y luego bajó la vista a la hoja.

—Vaya mierda… parece que si no arreglo el baño, no puedo abrir —gruñó.

Me acerqué y le eché un vistazo.

—Déjame ver… luces nuevas, contactos eléctricos protegidos, mejor ventilación… esto facil dos o tres dias con suerte.

—¿Sabes algo de esto? —me preguntó Johnny, con cara de “ojalá que sí”.

—Puedo ayudarte con lo eléctrico, pero no me pongas a limpiar baños ni recoger mierda. Solo necesito dinero para comprar lo necesario.

—¿Cuánto quieres?

Me sorprendió que ni lo pensara.

—Vaya… pensé que ibas a llorar por la plata —le dije—. Dame mil. Con eso cubro lo necesario y quizá algo más.

—¿¡Mil!? —exclamó Miguel desde el piso, sudado como si hubiera corrido un maratón.

Johnny lo miró y cambió el plan en un segundo.

—Cambio de estrategia: Miguel, hora de limpieza. Aquí tienes un trapo, limpia las ventanas. Río, ve a comprar lo que necesitamos. Me dio los billetes sin chistar.

La magia del universo

Un viaje a Home Depot después…

Luces nuevas, un aire acondicionado de pared, unos speakers decentes para ambientar las clases, cableado, herramientas básicas, y hasta un extintor por si el inspector decidía volver. Nada de lujos, todo funcional. Todo listo para instalar al día siguiente.

De paso, fui a comprar la cena mientras Miguel y Johnny seguían limpiando el dojo. Agarré pollo frito, una Coca para Miguel y un par de cervezas frías para el sensei.

Al llegar, el dojo ya se veía distinto. Las ventanas limpias, el piso brillaba, hasta olía menos a encierro.

—¡Sensei, Miguel! Traje la cena. Vamos a cenar —grité mientras entraba.

—¡Al fin! Ya tenía hambre —dijo Miguel, saliendo del baño, con el cabello empapado.

Johnny apareció desde la oficina con cara de “¿y qué trajiste?”.

—Pollo frito y unas cervezas —respondí, lanzándole una lata—. Para celebrar tu dojo.

—Bien, muchacho... ya me caes mejor —dijo Johnny, destapándola y dándole un buen trago.

Nos sentamos en el piso, comimos en silencio durante un rato, relajados. Después, trabajamos un poco más, ajustando detalles, afinando luces y conectando los nuevos equipos.

Esa noche el dojo no era solo un local viejo reformado. Se sentía como el inicio de algo.

Una semana después…

Habíamos terminado el dojo hacía días, pero no habíamos podido volver a entrenar. Y para colmo, era lunes. Las clases volvían a empezar.

Lunes – 8:00 AM – Afuera de los apartamentos

—¡Vamos, Miguel, se nos va a hacer tarde! —grité desde mi moto, casco en mano.

—¡Ya bajo, ya bajo! —respondió Miguel desde arriba, bajando las escaleras apurado, mochila al hombro.

Le pasé el casco y subió con torpeza a la parte de atrás.

—Te lo advierto otra vez, viejo —le dije encendiendo la moto—: no te me pegues mucho ni me abraces. Si lo haces, te bajo aquí mismo y caminas el resto.

—Tranquilo, no soy de esos —dijo, ajustándose el casco con una sonrisa.

—mas te vale Vamonos —dije mientras giraba el acelerador y la moto rugía al salir disparada hacia la escuela.

Llegamos en quince minutos. Todo estaba lleno. Demasiado ruido para mi gusto. Apenas bajé de la moto, me puse los auriculares, lancé una playlist aleatoria desde el teléfono y me preparé para sobrevivir el día.

—¿Listo, Miguel?

—Listo, Río —dijo, chocando los cinco conmigo.

La mañana pasó tranquila. Las clases no eran tan difíciles como imaginaba. Lo peor eran las lecturas largas, esas donde había que subrayar o escribir párrafos enteros. Lo demás iba rápido.

Cuando llegó la hora del almuerzo… bueno, si me preguntan, una basura. Lo único que se salvaba: la leche de chocolate.

Entré a la cafetería, tomé mi bandeja y busqué a Miguel con la mirada. Lo vi parado, girando la cabeza como si buscara un mapa de mesa libre. Me acerqué.

—¿Qué pasa, viejo? ¿Todo lleno?

—Eso parece… —respondió, mirando en todas direcciones. De repente señaló—. Mira esa mesa, solo hay dos. Vamos.

Nos acercamos.

—Hola, ¿nos podemos sentar? —preguntó Miguel, educado.

—No lo creo, amigo —respondió uno de los chicos sentados—. Esta mesa está reservada para los populares y chicas lindas. Tú sabes… reglas de la jungla.

Miguel casi se da la vuelta.

—¿Estás jugando, Miguel? Siéntate —le dije sin dudar, mientras ponía mi bandeja en la mesa.

—Soy Río —dije, sentándome por completo y mirándolo de frente.

—Y yo Miguel —dijo él, un poco más decidido, sentándose junto a mí.

El otro chico nos miró entre confundido y nervioso.

—Soy Dimitri. Y el que está a mi lado es Eli… no habla mucho —agregó, señalando a su compañero, que solo bajó la mirada y siguió comiendo.

—¿Y bien? ¿Cómo es la jerarquía por aquí? —pregunté, mirando a Dimitri mientras le daba un trago a mi leche de chocolate.

—Bueno… en esa esquina están los atletas. Los populares. Por allá, los que se creen famosos solo porque tienen muchos seguidores en redes —empezó a explicar Dimitri, señalando con disimulo—. Y allá…

Se quedó callado de golpe. Un grupo de chicas pasó a nuestro lado. Caminaban como si flotaran, riendo entre ellas. Dimitri bajó la mirada de inmediato.

—¿Qué pasó ahí, amigo? —le pregunté, confundido por su reacción.

—Ellas… son del grupo de las chicas con dinero. Sus papás les dan todo. Son como las reinas de la escuela —dijo bajito, mientras Eli levantaba la vista y las miraba por un segundo.

Me incliné hacia él, sonriendo.

—Te vi, Eli. ¿Cuál te gusta?

Eli se quedó quieto, confundido, como si no supiera si negar o salir corriendo. No dijo nada.

—¿Y no les hablas? —preguntó Miguel, también curioso.

—Oh, claro… una vez que todos se van de la cafetería, ellas vienen, nos besan, nos invitan a sus yates y nos dan clases de piano —dijo Dimitri en tono sarcástico.

Solté una carcajada.

—¡Ay no, nos están mirando! —dijo Eli, bajando la vista rápido como si le dieran miedo.

—Tranquilo, viejo. No te harán nada —le dije con calma, girando la cabeza para ver de qué hablaba.

—Seguro hablan de mi labio —murmuró, cubriéndose la boca con la mano.

—Iré a hablarles —dijo Miguel, de repente, decidido.

—¡Eso, Miguel! Recuerda lo que dijo el sensei: Strike First —le dije con una sonrisa, mientras giraba la silla para tener mejor vista del show.

Miguel caminaba con paso firme hacia la mesa de las chicas. Estaba a punto de llegar cuando, de repente, dos tipos aparecieron de la nada y se adelantaron. Uno gordo, el otro asiático. Los reconocí al instante.

—Los bastardos de la tienda… —murmuré.

Miguel frenó en seco, dio media vuelta y volvió derrotado. No pude evitar soltar la risa más fuerte que tuve en días.

—¡Ay, por dios! Un poco más y lo lograbas, Miguel —le dije dándole una palmada en la espalda mientras se sentaba, frustrado.

—¿Qué es tan gracioso? —escuché detrás de mí.

Me giré. Era el asiático. Cara de pocos amigos. Lo reconocí de inmediato.

—Me río de que aquí te crees el matón —le dije mientras me levantaba con calma—, pero allá afuera… allá afuera te ganó un vagabundo.

Empecé a caminar hacia su mesa, sin apuro. Las chicas lo miraban. Él trataba de sostener mi mirada.

—¿O es que acaso ese ojo morado no te recuerda la putiza que te pusieron a ti y a tus amigos?

Silencio.

—¿De qué habla, Kyler? —preguntó una de las chicas, la de pelo chino.

—Sí, Kyler, cuéntales —intervine—. Cuéntales cómo golpeabas a un niño la mitad de tu tamaño con tus amiguitos. Y cómo un tipo que ni sabía tu nombre te reventó frente a toda la tienda.

Me detuve justo frente a él. Kyler intentó levantarse, pero puse mi mano firme sobre su hombro y lo obligué a sentarse de nuevo.

—Quédate ahí. Tú no eres mi pelea… no vale la pena partirte la cara —le dije, bajando el tono.

Me giré, volví a mi mesa y me senté con los muchachos como si nada. La risa me seguía saliendo sola.

—¿Y así es tu primer día? —preguntó Dimitri, pasmado.

—Sí —respondí, tomando otro trago de leche de chocolate—. Bastante entretenido.

—Hay que dejar una buena primera impresión, ¿no? —le dije con una sonrisa.

Por suerte, el día de clases finalmente llegó a su fin. En la última hora, historia, estábamos los cuatro juntos. La clase fue larga, pero ya con la cabeza afuera. Cuando sonó el timbre, salimos caminando hacia la entrada principal del edificio.

—¿Quieres que te lleve al dojo? —le pregunté a Miguel mientras nos acercábamos a las puertas.

—Si quieres adelántate. Tengo que pasar a la librería, pero en una hora estoy allá —me respondió.

—Está bien. Nos vemos allá entonces —le dije.

Me giré hacia los demás.

—Bueno, amigos, me tengo que ir. Nos vemos luego.

Abrí mi mochila, saqué una chaqueta de cuero negra y me la puse. Luego me ajusté los guantes.

—¿Qué, acaso tienes una moto o qué? —preguntó Dimitri al ver cómo me vestía.

—Claro. Mi bebé está allá afuera —dije, señalando hacia el estacionamiento, donde mi Ducati brillaba bajo el sol.

Me despedí con un gesto y crucé el campus tranquilo, sabiendo que me estaban mirando.

—Parece un rockstar —dijo Eli, sin quitarle la vista.

—Tienes razón —asintió Dimitri.

Cobra Kai Dojo – 4:05 PM

El rugido de la moto retumbó en el estacionamiento vacío. Apagué el motor y me quité el casco con calma. Afuera, el sol comenzaba a bajar, bañando la entrada del dojo con una luz dorada. No había nadie a la vista. Silencio total. Solo el zumbido lejano de la ciudad y el crujido de mis botas al bajar.

Empujé la puerta de metal y entré.

El interior estaba limpio, ordenado. Las luces nuevas brillaban, los speakers colgaban en las esquinas. El aire acondicionado murmuraba apenas. El lugar ya no se sentía como antes ahora si se sentia como un lugar para entrenar.

Johnny estaba de espaldas, barriendo cerca de los espejos del fondo. No me había escuchado entrar.

—¿Qué onda, sensei? —dije, colgando mi casco en una percha.

Johnny se giró y asintió con la cabeza.

—Llegaste temprano.

—Miguel fue a la librería, me dijo que llegaría después —respondí, caminando hacia el centro del tatami.

Johnny dejó la escoba a un lado y se cruzó de brazos.

—¿Qué te pareció tu primer día?

—No tan mal. Hice algunos amigos, puse nervioso a un par de idiotas, y me reí mucho en el almuerzo. Bastante productivo, diría yo.

Johnny soltó una pequeña risa, más nasal que otra cosa.

—Te pareces un poco a mí en la prepa —dijo, caminando hacia el banco de madera donde había una toalla y una botella de agua—. O eso creo… con menos pelos en el pecho.

Me reí leve.

—Y tú te pareces más a ese vagabundo que les dio una paliza a unos cobardes en una tienda.

Johnny me miró con media sonrisa.

—¿Sí? ¿Te gustó eso?

—Fue lo mejor que vi en meses. Una patada directa al ego de cada uno de esos idiotas.

—Bueno —dijo Johnny, tomando agua—, prepárate. Porque hoy van a sudar el doble. Tengo algo preparado.

—Genial. Justo lo que necesitaba —dije mientras empezaba a calentar.

Johnny sacó un dummy de plástico, de esos con forma humana, para entrenar golpes. Mientras él lo colocaba en el centro del dojo, yo seguí estirando las piernas y aflojando los hombros.

Unos treinta minutos después, se escuchó una voz desde la entrada.

—¡Llegué, sensei! —gritó Miguel, agitado.

—Bien, al frente —ordenó Johnny sin perder tiempo.

Nos formamos de inmediato ante el dummy.

—A partir de ahora, este es su enemigo número uno —dijo Johnny, abrazando al muñeco—. No quiero golpes suaves, ni golpecitos de niña. Quiero que lo golpeen como si de verdad quisieran romperle la cara a alguien que odian. Imagínenselo —dijo mientras le daba un golpe seco en el pecho al dummy—. Piensen en la persona que más les jode. Que más los hizo sentir como basura. Y saquen eso de adentro.

Johnny señaló a Miguel.

—Tú primero.

Justo antes de que Miguel pudiera empezar, el celular de Johnny sonó.

—Esperen un segundo. Sigan ustedes —dijo mientras se alejaba para contestar.

Me giré hacia Miguel.

—Vamos, viejo. Golpéalo —le dije.

Miguel lanzó un par de golpes… débiles. Como si tuviera miedo de romperse una uña.

—Así no. Con huevos —le dije, acercándome—. Primero planta bien los pies. Ahora ajusta los pulgares, así. Si sigues pegando así, te los vas a romper.

Le acomodé los brazos.

—Bien. Ahora quiero que imagines la cara de alguien que odias. Dímelo. ¿A quién?

—Al estúpido de la cafetería —dijo Miguel, con rabia contenida.

—Ahhh… Kyler. No te cae bien Kyler. Pero hey, igual pueden ser mejores amigos, ¿no? —dije con tono burlón.

Miguel apretó los dientes y empezó a golpear con más fuerza.

—Pero sabes, Miguel… yo sé por qué fuiste a esa mesa. Te gustó esa chica, ¿verdad? Sam.

Miguel me miró de reojo, incómodo. Luego volvió a enfocarse en el dummy y le dio un puñetazo más fuerte.

—Mira a Kyler. Él está detrás de ella, ¿lo sabías? Tiene más terreno ganado. Entonces dime, ¿qué vas a hacer al respecto?

Me alejé dejándolo ahí, golpeando con más furia, canalizando todo. Mientras tanto, yo me dirigí a un viejo saco de boxeo colgado en una esquina y empecé a trabajar mis patadas. Tenía sus años, pero aún servía.

Pasaron unos minutos. Johnny volvió, guardando el teléfono en el bolsillo.

—Parece muy motivado… ¿Qué le dijiste?

—Lo de siempre. Tú sabes el poder que una mujer puede tener sobre un hombre —respondí, sin dejar de patear el saco.

Johnny soltó una risa seca y se apoyó en la pared, cruzado de brazos, observando a Miguel golpear el dummy con toda su rabia.

Después de unas horas más de entrenamiento, con cambios entre el dummy y los sacos, dimos por terminado el día. Nos pusimos a limpiar el sudor del tatami, a organizar todo. Estábamos agotados, pero satisfechos.

Eran poco más de las nueve cuando la puerta del dojo se abrió.

—Está cerrado. Vuelve mañana por la mañana —dije sin voltear, mientras pasaba un trapo por el piso.

Como no escuché respuesta, giré hacia la entrada. Y ahí estaba él.

Daniel LaRusso.

—Ah, tú eres el de los anuncios —dije, medio en broma—. ¿Qué se te ofrece?

Daniel no respondió de inmediato. Miraba el lugar con atención, hasta que finalmente preguntó:

—¿Quién está a cargo del dojo?

—Sensei, lo buscan —grité desde donde estaba.

—¡Río! ¿Qué te dije sobre gritar? —saltó Johnny desde el otro lado.

—Que solo grite cuando esté en el tatami… o cuando me esté muriendo —respondí, sin perder el ritmo.

—Bien —dijo Johnny, ya acercándose—. ¿Y tú qué quieres aquí?

Daniel cruzó los brazos.

—¿Reviviendo Cobra Kai otra vez, Johnny?

—Sí. ¿Algún problema? —respondió Johnny, sin pestañear.

—Se volverá un problema si sigues con tus viejos hábitos de golpear chicos más pequeños que tú —dijo Daniel, ahora con un tono firme.

—¿De qué hablas, LaRusso? —preguntó Johnny, frunciendo el ceño.

—No finjas. Sé que golpeaste a unos estudiantes. Son amigos de mi hija.

—¿A esos mocosos? Claro que sí. Se lo merecían —dijo Johnny, sin ni una gota de arrepentimiento.

Daniel dio un paso más cerca.

—Escucha, Johnny. Mantente lejos de esos muchachos. Son amigos de Sam. Y más te vale no acercarte.

Johnny alzó las cejas.

—Ah, ya veo… tu hija es como ellos, ¿no?

—¿De qué hablas? Son niños buenos —dijo Daniel, claramente ofendido.

—Ni tan buenos —dije en voz baja, pero lo suficientemente alto como para que lo escuchara.

Daniel me miró directo.

—¿Qué quieres decir?

Me puse de pie despacio.

—Tus “niños buenos” estaban haciendo bullying. Acosando a un chavo más chico que ellos. Y lo peor es que atacan en grupo. Y eso, para mí, ya es de cobardes.

Me quedé mirándolo fijo.

—No sé cuál es tu problema con Johnny, pero no vengas aquí a gritar al sensei sobre problemas donde no te contaron la verdad y ni siquiera sabes lo que pasó.

Daniel respiró hondo, como si se contuviera.

—Escucha, chico. Este lugar no debería existir. Sal de aquí cuando tengas tiempo. Hay mejores lugares para ti.

—¡Hey! No hables mal de mi dojo —gritó Johnny, dando un paso al frente.

—No tengo tiempo para esto —dijo Daniel, ignorando todo, antes de girarse y salir, anotando algo en su teléfono mientras se alejaba por la acera.

El silencio quedó flotando por unos segundos.

Johnny sacudió la cabeza.

—Mismo LaRusso de siempre…

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