"La sangre nunca desaparece. Solo duerme, esperando el momento de despertar."
Los Martillos de Grimfang y las Dagas de Sombra, imbuidos con el eco de incontables vidas segadas y la corrupción de siglos, no podían ser simplemente enterrados en una tumba olvidada. Su poder era una fuerza primordial, demasiado vasta y peligrosamente atractiva. La Muerte, Lara, satisfecha con la oscura cosecha que había cultivado a lo largo de eras, decidió sellarlos en el corazón del lugar donde su danza macabra había comenzado: el Limbo.
No un infierno de llamas eternas ni un paraíso de beatitud celestial. Sino un espacio liminal, un nexo entre las hebras de la realidad, donde el tiempo se estanca como un río helado y los gritos de los caídos se desvanecen en el silencio eterno.
Allí, en las profundidades de una caverna tan antigua como el primer suspiro de la creación, donde las sombras danzaban al son de ecos primordiales, reposaban los artefactos malditos. Eran semillas de caos dormidas, aguardando al siguiente huésped, ya fuera digno de su poder o condenado por él.
Pero la sangre de Theron, el carnicero de Valoria, tejida con ambición y violencia, jamás se extinguió por completo. Su legado, marcado por la tragedia y la oscuridad, se filtró a través de las generaciones, como una mancha indeleble en el tejido del tiempo.
Muchos siglos después, lejos de las Tierras Desoladas del Norte, en la vibrante y ancestral isla de Japón, un linaje que había permanecido en letargo durante incontables generaciones comenzó a agitarse con una sutileza casi imperceptible. Nadie lo notó: ni los clanes nobles con sus intrigas palaciegas, ni las prestigiosas academias de héroes forjando campeones, ni siquiera los espíritus guardianes que velaban por la tierra. Pero en la sombra genética de un muchacho, Kisaragi Ryuusei, algo ancestral comenzaba a despertar.
Él no lo sabía. Su mente consciente no guardaba recuerdo alguno de los fríos páramos del norte ni de la brutalidad de la arena. Sus ojos oscuros no reflejaban la gélida determinación de Theron. Su cuerpo, moldeado por la disciplina oriental, no recordaba el peso del martillo ni el sigilo de la daga.
Sin embargo, en los confines de su mente, en los sueños esporádicos que rara vez lo visitaban y que casi nunca compartía con sus padres, Ryuusei se encontraba luchando en una arena empedrada que jamás había pisado en su vida despierta. Su cuerpo se estremecía por heridas invisibles, sangrando por tajos que no le pertenecían en esta existencia. Y en el eco de sus pesadillas, oía un nombre lejano, "Theron", susurrado como una invocación desde las profundidades de la muerte.
Y un día fatídico, cuando la tierra se sacudió con furia y la vida de Ryuusei se extinguió en el caos del terremoto, su alma viajó a través del velo, pasando fugazmente por el Limbo. En ese instante trascendental, el ciclo ancestral se cerró.
Los Martillos de Grimfang y las Dagas de Sombra, inertes durante eras, reconocieron el eco de la sangre de su primer portador resonando en el alma del joven. La cueva, silenciosa como una tumba cósmica, se abrió con un suspiro etéreo, liberando una tenue luz oscura.
Y la sombra de La Muerte, Lara, cuya mirada nunca se había apartado del hilo del destino de Theron, observó desde la distancia con una mezcla compleja de ternura melancólica y la inexorable tragedia del ciclo. Y en un susurro que resonó en los confines del Limbo, aunque Ryuusei aún no pudiera oírlo, Lara dijo para sí misma, en un eco de las duras lecciones que le impartiría en el futuro: —Te estuve esperando, hijo del martillo y la daga —susurró—. ¿O prefieres que te llame… el hijo del Yin y Yang?
A diferencia del implacable Theron, Ryuusei no fue consumido de inmediato por la oscuridad de las armas. Su herencia, aunque innegablemente marcada por la sangre y el dolor de su antepasado, también estaba intrínsecamente tejida con otra línea ancestral: la de una mujer de mirada ardiente y espíritu indomable, una descendiente de los antiguos guardianes orientales. Estos protectores, a lo largo de los siglos, habían velado por el equilibrio del mundo, canalizando la energía espiritual de la tierra y protegiendo los lugares sagrados de las fuerzas del caos. Su linaje estaba imbuido de una profunda conexión con el flujo del Ki, la energía vital que anima todas las cosas.
Así como el Rey David engendró un linaje que, a través de incontables generaciones, culminaría en la figura de la Virgen María, portadora de la luz divina, Theron, el carnicero de Valoria, sin saberlo, inició una línea de sangre que viajaría a través de los siglos, cruzando guerras, continentes y exilios, para finalmente fusionarse con un linaje de armonía y control.
Caos y orden.
Sombra y fuego.
Fuerza bruta y precisión letal.
Martillo y daga.
Yin y Yang.
Ryuusei es la culminación de un legado maldito, sí, pero también la encarnación de una promesa de redención. En su interior, la oscuridad de Theron lucha por imponerse, pero la serenidad y la disciplina de sus ancestros orientales ofrecen un contrapeso, una posibilidad de equilibrio.
Las armas, ahora en sus manos, no claman por la guerra sin sentido. Buscan un propósito mayor, una dirección que trascienda la mera destrucción. Y en las venas del muchacho no solo corre la rabia ancestral de Theron. También fluye la determinación silenciosa de un mundo que anhela renacer de sus cenizas, un mundo que necesita desesperadamente un faro de esperanza en medio de la oscuridad. Ryuusei es ese faro, un crisol donde la sombra y la luz luchan por la supremacía, y cuyo destino final aún está por escribirse.