—Brad Clayton. Alias… Atlas. Un usuario de manipulación terrestre. Según Lara, lo último que se supo de él es que estaba en Rumania, oculto. Incluso… la misma Muerte habló de él. Eso significa que es peligroso.
El ambiente en la cabina se volvió denso. Volkhov, que escuchaba en silencio, asintió lentamente.
—Si la Muerte lo menciona… no es cualquiera.
El avión aterrizó en una zona montañosa, lejos de ciudades o control militar. Se internaron en una zona boscosa, silenciosa y fría. Caminaban con armas listas, sin hablar más de lo necesario. Las ramas crujían como huesos bajo sus pasos.
Llegaron a una cueva. El sensor térmico marcaba una presencia.
—Está aquí —susurró Ryuusei.
—¿Entramos ya? —preguntó Aiko.
—No… esperemos a que salga. O lo haré salir yo.
Y se sentaron a esperar en la penumbra, rodeados de silencio. Solo el viento helado les acompañaba.
La noche cayó. La luna brillaba como un ojo muerto.
—¿Ya salió? —preguntó Aiko, somnolienta.
—No —respondió Ryuusei. Se levantó. Caminó hasta la entrada de la cueva y comenzó a lanzar piedras dentro. Una. Otra. Otra.
—¡Atlas! ¡Despierta, tenemos que hablar! ¡Vamos, perro de tierra!
Un rugido sordo salió desde el interior. Luego, pasos. Fuertes. El suelo temblaba.
De pronto, una masa de tierra surgió desde la entrada. Un brazo gigantesco hecho de piedra emergió y golpeó con fuerza a Ryuusei, lanzándolo contra un árbol. El impacto le dislocó el hombro.
Brad salió. Estaba cubierto de barro seco, con el torso desnudo y cicatrices profundas por todo el cuerpo.
—Les dije que no hicieran ruido.
Levantó la mano. Una lanza de tierra le atravesó el abdomen a Ryuusei. Aiko gritó, pero Volkhov la detuvo.
—No interfieras. Él lo quiere así.
Ryuusei cayó al suelo, sangrando.
—Aún estoy vivo… —escupió sangre, con la mirada encendida—. Vamos, monstruo. Pelea.
Brad no respondió. Solo alzó ambos brazos, y una lluvia de estalactitas de piedra cayó desde el cielo sobre Ryuusei, quien rodó y lanzó sus dagas hacia los flancos. Activó la teletransportación, apareciendo a la espalda de Brad con sus martillos en mano.
El impacto fue devastador. Uno de los martillos le partió una costilla a Brad, pero este, sin gritar, dio un pisotón y el suelo bajo Ryuusei lo tragó como un monstruo hambriento.
Ryuusei cayó a las profundidades, cortándose con las rocas filosas. Su sangre empapó la tierra.
—¡Te aplastaré hasta convertirte en polvo! —gritó Brad, bajando como un dios furioso.
Ryuusei se arrancó una estaca clavada en su costado y la lanzó. Erró. Brad le partió el brazo con una columna de piedra. El hueso sobresalía.
Pero Ryuusei no se detuvo. Aullando de rabia, giró el cuerpo, usó su otra daga, y se teletransportó al cuello de Brad, al que le clavó una cuchilla justo debajo de la mandíbula.
—¡No me vas a enterrar!
Brad lo empujó y ambos rodaron por el suelo, llenos de sangre, huesos rotos y odio puro.
Era una batalla de monstruos. No de hombres.
Ryuusei tenía el rostro desfigurado. Un ojo hinchado, sangre en la boca. Brad no estaba mejor: la mandíbula colgaba rota, el pecho partido, los dedos quemados por la fricción.
Ambos respiraban con dificultad.
Ryuusei se levantó primero, tambaleando, los martillos empapados de rojo. Se abalanzó. Golpeó a Brad en la cara con tanta fuerza que se escuchó el crujido del cráneo.
Pero Brad levantó la tierra como un domo, encerrándolos a ambos.
—Morimos los dos entonces —susurró con rabia.
Ryuusei no respondió. Lo miró directo a los ojos.
—No vine a morir. Vine a ganar.
Y con sus dos últimos movimientos, clavó ambas dagas en el corazón de la cúpula, se teletransportó arriba, y dejó caer ambos martillos con todo el peso de la gravedad, rompiendo la tierra y aplastando a Brad.
Silencio.
Solo el latido violento del corazón de Ryuusei.
Minutos después… un brazo surgió de entre los escombros. Brad, bañado en sangre, jadeando, sonrió.
—Me ganaste…
—Te necesito, Brad. No para pelear por mí. Sino para luchar conmigo.
La cúpula de tierra se había desmoronado.
Los primeros rayos de sol asomaban por entre las montañas rumanas, teñidas de rojo como si el cielo mismo sangrara tras la batalla. Ryuusei se sentó en una roca, aún jadeando, cubierto de tierra y sangre seca. Brad lo observaba en silencio, sus ojos aún desconfiados.
—¿Por qué viniste hasta aquí? —preguntó finalmente Brad—. ¿Por qué alguien como tú vendría solo a buscarme?
Ryuusei levantó la mirada.
—Porque estoy formando un grupo. Un grupo de personas como tú y como yo. Gente que el mundo no puede controlar… personas que han visto lo peor y han sobrevivido. No somos héroes. Somos los que caminan entre la luz y la sombra.
Brad rió con amargura.
—¿Anti-héroes?
—Exacto.
Brad lo miró de arriba abajo.
—No pareces diferente a otros locos con discursos vacíos.
Entonces Ryuusei sonrió. Una sonrisa silenciosa. Se levantó, el cuerpo aún maltrecho. Lentamente, las heridas de su abdomen comenzaron a cerrarse, los huesos crujieron mientras volvían a su sitio, la piel se regeneraba entre estertores de dolor.
Cayó de rodillas, gritando. La regeneración no era limpia, ni rápida. Era tortuosa.
—¿Qué…? —Brad retrocedió, impresionado.
—¿Te sorprende? —dijo Ryuusei, escupiendo sangre oscura—. Esto no es un regalo… es una maldición.
Se levantó lentamente, con la mirada completamente distinta. Seria. Sombría.
—Hace años fui parte de algo que nadie debería conocer. No tenía nombre, no tenía país, no tenía rostro. Solo era… un arma. Un soldado de la Muerte.
Brad guardó silencio. Ya no tenía dudas.
—¿Y por qué me necesitas?
—Porque lo que viene no es una guerra de humanos. Es una guerra de sangre, de poder… de realidades que colapsan. Yo necesito personas capaces de sobrevivir… y de resistir.
Brad se quedó mirando al suelo, pensativo. Luego lo miró directamente.
—Entonces llévame con tu gente. Quiero ver si realmente estás loco… o si el mundo está a punto de romperse.
Ryuusei asintió.
—Bienvenido, Brad Clayton. Ahora eres parte de algo más grande que tú mismo.