Cherreads

Chapter 7 - El misterio de la noche.

Sintiendo cómo el último rayo del sol se aferraba a su piel con desesperación, Nadia aceleró el paso. Lo que normalmente era un lugar lleno de risas y murmullos ahora permanecía en absoluto silencio, gobernado por sombras que parecían observarla, alargándose cada vez más en su camino.

"Corre, corre, Nadia… llegas tarde…", susurraban las sombras que danzaban en las paredes de la academia Veratiel, retorciéndose como dedos huesudos que intentaban alcanzarla.

Al llegar a la puerta de la azotea, su respiración se volvió entrecortada, casi dolorosa. Algo dentro de ella gritaba por saber la verdad. Empujó la puerta con lentitud, revelando una silueta inmóvil.

Ethan estaba allí, de espaldas, inmóvil como una estatua bajo el cielo agonizante del atardecer. La capa que lo envolvía parecía agitarse más de lo que el viento podría justificar, revelando solo destellos de su mirada.

Ella sintió una punzada helada al observarlo. —¿Ethan… eres tú?

Algo parecía mantenerle inmóvil, como un títere sin vida esperando ser activado. Delante de él estaban alineados los caballeros plateados. Sus armaduras, bañadas por la luz moribunda del sol, brillaban con un resplandor rojizo que las hacía parecer recién salidas de un baño de sangre.

Nadia dio un paso más hacia adelante y contuvo el aliento. Ethan giró lentamente la cabeza en su dirección. Aunque no podía ver sus ojos, ella sintió con claridad que una mirada oscura y vacía emergía de él, atravesándola con la promesa de una tragedia que aún no podía comprender.

—¿Ethan… te encuentras bien? —preguntó, mientras sentía que la normalidad comenzaba a desmoronarse como fragmentos de un sueño demasiado frágil.

—Déjenla pasar —dijo él, con voz tensa, como si cada palabra le costara—. Nadia… ha pasado mucho tiempo.

Contuvo el aliento y se mordió los labios antes de responder.

—¡¿Ya no significo nada para ti?! —gritó Nadia.

Su voz, desgarrada por la rabia y el dolor, rasgó el aire como un látigo encendido. Los caballeros retrocedieron instintivamente, como si aquella emoción los hubiera empujado con una fuerza invisible. Sin pensarlo dos veces, formaron un muro de acero entre ella y su rey.

Ethan reaccionó como si le hubieran clavado un cuchillo en el pecho.

—¡Esta será la última vez que la toquen sin mi permiso! —rugió Ethan. Su voz no fue un grito, sino una furia contenida, dormida durante tanto tiempo que, al despertar, estalló en su pecho como un rayo, haciéndolo temblar de pies a cabeza—. La próxima vez… no responderé con palabras. Ahora, váyanse.

Los caballeros se desvanecieron como sombras al final del día, y la azotea quedó en silencio, roto solo por las respiraciones entrecortadas de ambos. Nadia observó cómo sus hombros, tan rígidos como piedra, se rendían poco a poco, como si algo dentro de él estuviera al borde de quebrarse.

Él bajó la cabeza y, cuando habló de nuevo, su voz era apenas un susurro:

—No sé ni por dónde empezar…

Nadia no lo dejó continuar. Con determinación, cerró la distancia entre ellos y le tomó delicadamente el rostro entre sus manos, obligándolo a quitarse su capucha.

—Mírame —insistió, y esta vez, él no pudo huir.

Tenía los ojos como cristales rotos. No por el llanto, sino por todo lo que había tenido que callar. Sin decir una palabra más, Nadia lo atrajo hacia su pecho. Al principio, sus brazos permanecieron rígidos, como si aún luchara contra el impulso de alejarse. Pero cuando su aliento rozó su cuello, Ethan tembló. Poco a poco, sus hombros cedieron.

Entonces, los dedos de Nadia se hundieron en su cabello, acariciándolo con una ternura que ya no pedía permiso.

—Shhh… —susurró ella, con los labios pegados a su oído—. No tienes que decir nada más.

Él tragó saliva, como si masticara piedras.

—Recuerdo cómo solías tararear esa canción en los jardines... Cuando todo se venía abajo, siempre encontrabas algo que decir.

Nadia bajó la mirada hacia el relicario de plata que colgaba del cuello de Ethan. En su interior, una fotografía en blanco y negro conservaba la calidez de una familia unida.

Frunció el ceño. No la recordaba. No a esa niña de mirada inexpresiva, que parecía implantada en la imagen, como si fuera un fantasma que no miraba a la cámara. Él aún era un bebé, acurrucado en los brazos de su madre, justo donde debía estar.

El tiempo y las palabras danzaron al compás de sus sentimientos. Ethan compartió con Nadia aquello que le había devuelto la esperanza, y aunque su historia la alegró en apariencia, por dentro las dudas comenzaban a ordenarse, pieza por pieza. Ella, en cambio, prefirió guardar su propio dolor en silencio; no quiso robarle la felicidad recién hallada, ni despertar viejas heridas. Faltaban apenas dos lunas para la ceremonia de los fundadores, y no era momento de nublar el horizonte.

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