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Chapter 120 - Capítulo 11: Ecos en la Oscuridad Ancestral

Los túneles bajo Hong Kong no olían a historia. Olían a descomposición lenta, humedad ancestral y muerte. La piedra rezumaba un sudor viscoso, como si el lugar respirara bajo tierra… y lo que exhalaba no era oxígeno, sino advertencias.

Amber Lee caminaba al frente, una linterna atada a su muñeca como un faro solitario en una marea de tinieblas. Sus pasos eran precisos, su expresión de hielo. Aiko la seguía con cautela, su mano firmemente sobre la empuñadura de su katana. Volkhov, silencioso, vigilaba las paredes agrietadas como si esperara que estas escupieran enemigos. Arkadi flotaba tras ellos, los pies apenas rozando el suelo, su único ojo parpadeando como si ya viera más allá de lo visible.

—Estas paredes sangraron hace siglos —murmuró Amber sin detenerse—. Mi abuela lo decía: los secretos no se entierran… se pudren.

Volkhov gruñó. —Bonita forma de decir que no tenemos ni idea de dónde estamos.

Amber se detuvo ante una bifurcación. Uno de los túneles tenía grabados irregulares: formas retorcidas, similares a escamas abiertas o párpados mutilados. El otro despedía un resplandor rojizo, como brasas que aún conservaban calor después de un incendio.

Arkadi entrecerró el ojo, la voz grave: —El de la luz... huele a magia vieja. Antigua. Sucia.

—Justo como nos gusta —murmuró Volkhov.

Eligieron el túnel iluminado. A cada paso, la presión en los oídos aumentaba. El silencio no era completo. Se escuchaban crujidos lejanos, gemidos de piedra moviéndose sola. Hasta que llegaron.

La cámara circular se abrió ante ellos, húmeda, saturada del hedor metálico de la sangre oxidada que jamás fue limpiada. En el centro, sobre un pedestal erosionado, descansaba una esfera cristalina, pulida como un ojo sin párpado. Grabados finos como nervios recorrían su superficie, vibrando levemente.

Amber dio un paso adelante.

—No te acerques —ordenó Arkadi con tono helado—. Ese objeto no espera ser tocado… espera ser despertado.

El suelo crujió.

De las paredes, como estatuas derramándose de su piedra, emergieron figuras humanoides. Eran grotescas. Cuerpos de roca agrietada, huesos incrustados como ornamento, bocas esculpidas abiertas en un grito eterno. Llevaban armas pesadas, oxidadas, aún chorreando de una sangre que no era suya.

—Guardianes de piedra —dijo Amber, con un tono que carecía de sorpresa—. Genial.

—Y no me hables más de tu maldita abuela —escupió Volkhov, desenvainando su arma.

El combate fue una sinfonía de dolor.

Uno de los constructos embistió a Aiko, derribándola. Su katana brilló brevemente antes de incrustarse en la cabeza de la criatura. Esta, lejos de caer, la agarró por el brazo y comenzó a apretarlo hasta hacer sonar el crujido del hueso. Aiko gritó, pero con la mano libre le vació una granada de cuchillas en el pecho. El estallido hizo que la criatura perdiera medio torso, pero también cubrió de sangre negra y dientes de piedra a la niña.

Volkhov atacaba con rabia. Su cuchillo penetraba las grietas de las criaturas, y con fuerza descomunal les arrancaba el cráneo como si descuartizara animales. A uno le abrió el pecho a puñetazos, revelando un corazón de luz palpitante que explotó cuando Amber lo roció con su veneno.

Arkadi no rezaba: sus conjuros eran blasfemias. El aire se curvaba a su alrededor mientras lanzaba ráfagas de energía azul que derretían el granito y dejaban huecos humeantes donde antes hubo cabezas.

Pero eran demasiados.

Uno de los guardianes embistió a Volkhov y le atravesó el muslo con una lanza de hueso. El ruso no gritó: se arrancó el arma con la mano desnuda y la devolvió con fuerza brutal al cuello del enemigo. Su sangre, caliente y roja, salpicó el rostro de Amber.

Aiko entró en modo Berserk. Sus ojos se volvieron vacíos, su rostro inexpresivo. Se movía con violencia contenida, gritando sin voz. Cortaba sin mirar. Uno de los guardianes intentó aplastarla: ella saltó, lo decapitó de un tajo, y aterrizó con la sangre aún cayendo en el aire como lluvia negra.

Cuando el último cayó, desmembrado y fundido, el grupo estaba cubierto de heridas, sudor y sangre. La cámara apestaba a muerte.

Pero entonces apareció él.

Del fondo oscuro emergió el Guardián de los Ecos.

Su armadura no era brillante: era negra, carcomida, grabada con runas imposibles. Su bastón tenía una gema negra que latía como un tumor. No tenía rostro, solo vacío bajo el yelmo.

—Han despertado lo que debía permanecer dormido —dijo con una voz que heló la sangre de todos—. Ahora, morirán.

La esfera en el pedestal brilló. Las sombras se volvieron líquidas, salieron de las paredes y los rodearon. Garras hechas de oscuridad los golpeaban, desgarraban, rompían huesos. Aiko gritó al sentir que una sombra le desgarraba el hombro. Volkhov cayó de rodillas, el rostro sangrando por un tajo que cruzaba su mejilla y mandíbula.

Arkadi lanzó un rayo hacia la esfera. Falló.

—¡Distráiganlo! —gruñó Amber—. ¡Voy a acabar con esto!

El Guardián alzó el bastón. Arkadi gritó de dolor cuando una cadena de sombras le atravesó el costado. Volkhov, sangrando por el muslo y el pecho, se arrastró y le gritó a Aiko:

—¡Hazlo ahora!

Aiko corrió por el borde de la cámara, y al pasar junto al Guardián, le clavó su katana en el cuello. No murió, pero retrocedió, gruñendo con un sonido no humano.

Amber lanzó un dardo envenenado justo en el núcleo de la gema negra. Esta crepitó. Arkadi, tambaleándose, canalizó su energía en un último conjuro: un rayo concentrado que impactó en la esfera de cristal.

La gema y la esfera chillaron al unísono.

El Guardián gritó. Su cuerpo comenzó a romperse. Primero las piernas, luego el pecho, y por último su cabeza explotó en una lluvia de sangre negra y vapor. El bastón se partió y cayó al suelo, humeando.

Silencio.

Amber tomó la esfera, su cuerpo aún temblando. La sangre resbalaba por sus manos. En el pedestal, ahora limpio, un símbolo brilló.

El mismo que llevaba Ryuusei en su máscara.

Amber no dijo nada. Nadie lo hizo. Solo respiraban. Fuertes, rotos, vivos.

Por ahora.

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